Lucía
Lucía
«En los últimos meses, con frecuencia se me dormía un lado del brazo, sintiendo una especie de hormigueo. Después de desmayarme dos veces en clases, mi madre me llevó a distintos especialistas (neurólogo, cardiólogo, etc.) y, después de descartar problemas físicos, nos comentaron que lo mejor sería que solicitara cita con un psicólogo. Mi madre llevaba un tiempo asistiendo a consulta en Om Psicología& Biogestalt y me pidió cita con una de las terapeutas del equipo.
Asistí a terapia durante varios meses en los que, poco a poco, fui dándome cuenta del grado del exigencia tan alto al que había estado sometiéndome los últimos dos años. He tenido siempre muchísimo miedo a fallar o a ser un problema para mis padres, por lo que siempre me he exigido lo máximo para ser perfecta. Mi familia, desde hace años, atraviesa una situación muy complicada y dolorosa y he visto sufrir mucho a mis padres. Me centré tanto en protegerlos y cuidarlos para que salieran adelante que me olvidé de mí (algo de lo que me costó darme cuenta). Aprendía a soltar responsabilidades, a asumir el papel que realmente me correspondía dentro de mi familia, abandonando otros que no me correspondían.
Tuve sesiones en las que aprendí a reconocer e ir poco a poco gestionando emociones y sentimientos que había reprimido y me sorprendió cómo se pueden trabajar mis emociones a través del trabajo con mi cuerpo. Pero sin duda, para mí lo fundamental y lo que más me ayudó (sin quitar valor a todo lo anterior), fueron las sesiones familiares, en las que, junto a mis padres, comenzamos a darnos cuenta de cómo nos relacionábamos en casa, cómo nos habían afectado a todos los graves problemas a los que nos habíamos visto sometidos los últimos años. Ellos acudieron a sesiones conmigo y a otras por separado, ayudándonos a comprendernos y a ayudarnos. Lo mejor de todo es que, a día de hoy, me permito vivir como una adolescente de sólo 17 años, y ellos vuelven a ser los adultos responsables de mi cuidado: mis padres.»
Marcos
«Comencé en consulta hace dos años, con 17. Reconozco que no está siendo un proceso sencillo para mí, y digo que no está siendo porque continúo asistiendo. Llegué a consulta por un problema de control de impulsos y mi madre me puso como ultimátum que asistiera a terapia. Así que empecé, con muy pocas ganas y muy cabreado. Me costó comenzar a confiar en alguien. Desde pequeño vi como mi padre agredía a mi madre, físicamente, con gritos, insultos… Fue así hasta que cumplí los catorce años, que fue cuando mi padre se fue de casa y no lo volví a ver hasta hace un par de meses antes de comenzar la terapia. Volvió a casa y quería retomar la convivencia con mi madre.
La terapia me está ayudando a gestionar principalmente la rabia y la ira, que han estado mucho tiempo acumuladas, sin hacerme daño y sin hacerle daño a los demás; a comprender e ir elaborando mi propia historia familiar para ir comprendiéndome, y también a mi madre. Darme cuenta de las consecuencias que ha tenido para ella ser víctima de violencia de género y las que ha tenido para mí ser un niño que ha crecido expuesto a este tipo de violencia, está siendo duro, pero a la vez me ayuda a entender por qué me he sentido tan triste y enfadado. He ido aprendiendo a hacerme responsable de lo que me voy dando cuenta, aceptando mejor la realidad. Así he empezado a relacionarme conmigo de otra manera y eso me ha llevado también a hacerlo con los demás, pero sobre todo con mi madre, quien ha participado de sesiones conmigo para mejorar nuestra relación.
Lo que más me chocó de la terapia fue el darme cuenta de que el odio y el rencor que me salía ya por los poros me estaba llevando a convertirme en alguien que no quería ser. Ahora sé que otra realidad es posible, y sigo trabajando para darme la oportunidad de vivir un presente más alegre, más feliz, y labrarme un futuro con mucha más ilusión.»
Carmen, Diego y Gisella
«Comencé primero la terapia yo sola. Llevaba sufriendo una situación de acoso escolar los últimos dos años en mi instituto, enterándose mis padres los últimos cinco meses. Yo no le contaba nada a nadie, porque no estaba segura de lo que me estaba pasando. Creía que a lo mejor eran imaginaciones mías, que interpretaba mal las situaciones, dudando de todo a mi alrededor. Reconozco que llegó un momento en el que me perdí, y cada vez me sentía más pequeña, sólo quería desaparecer y pasar desapercibida, que no me vieran para que me dejaran en paz. Pero, si se metían conmigo, o me humillaban o me intentaban manipular, yo tampoco decía nada, estaba paralizada. Llegó un momento en el que ir a clases me provocaba angustia, pánico, náuseas. Llegué a consulta bastante tocada, aunque me costó aceptarlo porque yo lo único que quería era olvidar y estar bien. Durante un tiempo mi terapeuta estuvo trabajando conmigo y fui recuperando la confianza en mí misma y mi propio criterio. Hablar de todo lo que me había pasado me ayudó a comprender la situación dejándome de sentir culpable y a empezar a llamar las cosas por su nombre.
Quiero dejar aquí escrito, para quien lo pueda leer, que la única situación que me ofrecieron en mi instituto fue cambiarme de centro, “sintiéndolo mucho”, como le dijeron a mis padres. Me da tristeza y rabia darme cuenta de que en ese instituto no cuentan con los medios para parar esta situación, para apoyar a otras personas que, como yo, están sufriendo en silencio, ni para tomar medidas hacia las personas que me hicieron daño. Ellas siguen allí; soy yo la que he tenido que cambiarme, afrontando nuevos cambios en un momento en el que lo único que quería hacer era quedarme en casa o desaparecer del mapa.
Ahora, me miro y me veo y, ¿saben qué? Me gusta lo que veo. Ha sido durísimo darme cuenta de cómo me descalificaba y cómo me sentía como los demás me decían que era. Ahora, aunque reconozco que me influye la opinión de los demás, no dependo de ella para sentirme valiosa, para valorar mis capacidades y seguir adelante. Para mí fue duro el cambio y repetir curso (nunca me había pasado) pero, después de todo este proceso, he recuperado la energía y la fuerza para lograr lo que me propongo: estudiar psicología. Me he permitido viajar sola y colaborar como voluntaria, para mí una experiencia que me ha devuelto la ilusión, me ha ayudado a conocer otras realidades y me ha permitido poner en valor mis capacidades.
Mi familia también ha formado parte de todo este proceso y me ha ayudado muchísimo tenerlos a mi lado. Creo que a ellos también les ha venido muy bien tener sesiones solos, en las que comprender lo que me estaba sucediendo y en las que poder trabajar también sus miedos, su rabia y frustración, al igual que hice yo.
Todavía, de vez en cuando, vuelvo a terapia, a tener sesiones de seguimiento y apoyo. Una vez cada varios meses revisamos cómo me va, cómo me voy sintiendo. Me alegra mucho poder contar con el apoyo de mi terapeuta. Me da tranquilidad, pero también “caña con afecto” (ella me entiende) cuando ve que me vuelvo remolona y me olvido de mí.
Espero que mi experiencia pueda serle útil a otras personas.»